MEMORIA DE KUKKUS
Hasta que Nikolay Andréyevich Panshin, el diligente director de la Casa “Pravda” de Moscú, comunicó la orden de evacuación y las detalladas instrucciones para la preparación del viaje, los niños españoles solamente conocían el Volga por los libros. Poco después tendrían la ocasión y obligación de hacerlo en persona, las hermanas mayores de nuevo al cuidado de los pequeños, y de nuevo en barco hacia destinos desconocidos. Comenzaba para la gran “Casa Pravda” la segunda evacuación a causa de la guerra, esta vez camino de la retaguardia rusa. Aguardaban casi dos semanas de navegación entre Moscú y Saratov, unos 400 kilómetros al norte de Stalingrado. Los niños de la Casa Pravda desembarcarían poco después de Saratov, en Kukkus, un poblado desocupado el día antes por sus moradores, “los alemanes del Volga”, invitados allí como colonos por Catalina La Grande a mediados del siglo XVIII, y recién desterrados a Siberia por orden de Stalin, que temía su alineamiento con los nazis.
A Stalin se le deben muchísimos sufrimientos, muertes y deportaciones, y algunas iniciativas públicas, como la del Canal de Moscú, destinado a conectar la capital rusa con el curso del Volga. El canal fue construido entre 1932 y 1937 con la ayuda desinteresada de decenas de miles de prisioneros políticos, militares y de otras procedencias, que el dictador apartó de sus ocupaciones naturales para emplearlos en el trabajo forzado, como fue el caso de los más de cien mil presos que participaron en la construcción del canal. Por ese curso recto de 128 kilómetros de longitud y equipado con bellas estaciones fluviales, salieron los pequeños españoles hacia el Volga, primero, y hacia Saratov después, cruzando un buen ramillete de ciudades esenciales en la geografía y la historia rusas. El contingente de la Casa 1 se apeó en Kukkus, sesenta kilómetros antes de Saratov, la capital de la región.
La partida de esta segunda evacuación fue minuciosamente preparada por Nikolay Panshin, el director, quien equipó a cada niño con una pequeña mochila en la que se disponían artículos de higiene y primera necesidad. Y así fue como embarcaron los casi cuatrocientos niños de Pravda, junto a colectivos procedentes de otras casas, en el Mijael Kalinin, un barco de pasaje para la navegación fluvial botado en 1912.
Honorina tenía entonces 15 años, y dos hermanos de 10 y 12 a su cargo. Apenas pudo disfrutar de las dos semanas que duró aquel “crucero” por el Volga, un viaje de placer que comercializan hoy las agencias de viaje por unos dos mil euros. Los niños mayores, adultos tempranos y prematuramente convertidos en padres de los más pequeños, realizaron aquella parte de la travesía sin tiempo para el paisaje. Tuvieron que templar el frío de las noches acomodados en cubierta, atender a los mareos y vómitos recurrentes de quienes no se adaptaban a la navegación y extremar la vigilancia durante las paradas, pues empujados por el hambre o la aventura, había quienes se adentraban en campos y huertas en busca de algo. Las raciones individuales previstas por Panshin habían sido consumidas durante los primeros días de viaje, y el menú de a bordo comenzaba a dar muestras de agotamiento entre un pasaje abarrotado.
El Volga de nuestros refugiados es el de siempre. Nace en unas pequeñas colinas entre Leningrado y Moscú y va engrosando caudal hacia el este. En torno a la ciudad de Kazán vira su rumbo al sur camino de Saratov y Stalingrado, para acabar desembocando en Astrakán al borde del Caspio. En quince días, los niños españoles recorrieron la mitad de su curso, sumando su periplo particular a la prolija épica del río, iniciada por varegos y comerciantes de tiempos remotos, y universalizada en el Ey, ukhnem (Eh, tirad), la voz con que se acompasaba la sirga de las barcazas en el tiempo de los zares. En la Rusia Soviética, gracias a los canales y represas, el Volga continuó siendo la vía de navegación que ponía en contacto aguas de siete mares, regando a su paso infinitas tierras de cereal; y en su curso medio, región de Saratov, a sus pueblos en alemán, replicados con nombres de las ciudades originarias.
Cuando arribaron a Kukkus, un koljós disperso y amplio, los niños se desperdigaron por sus calles, celebrando una libertad insospechada en el disciplinado tiempo de Moscú. Además, el pueblo aparecía vacío, con el eco de sus habitantes recién evacuados (la orden era de 28 de agosto) flotando en las calles polvorientas, mientras los animales mugían desde los cercados clamando por alimento y ordeño, dejados atrás por sus cuidadores camino del destierro.
Como la necesidad obliga y aquellos niños ya acumulaban cierta experiencia en situaciones de dificultad, se acometió la lógica tarea del ordeño, hora nueva en la agenda de los pequeños campesinos sobrevenidos. Quienes traían consigo artes y conocimiento ganadero lideraron la actividad y enseñaron la técnica, y quienes procedían de entornos urbanos, como siempre ocurre, manifestaron su ingenuidad: una chica de Gijón intentó sin éxito ordeñar un toro.
Las imágenes del Kukkus actual apenas permiten imaginar la aldeaen plenas facultades agrícolas -pero vacía- que se encontraron los pequeños “colonos” españoles. Hoy, entre la crisis económica y el abandono global de los espacios rurales, el pueblo de Privolzhskoye (antiguo Kukkus) publica tímidas ofertas turísticas en Internet, pero su trazado, los campos circundantes y el Volga siguen siendo los mismos, siguen siendo aquellos espacios francos en que los niños españoles camparon en libertad, ocupando -efímeramente- casas recién dejadas por sus inquilinos, con reservas y alimentos providenciales para los primeros meses de estancia, aunque aquella repentina abundancia tuviera una fecha -y próxima- de caducidad.
En el prolijo artículo de Anna Fernández, reproducido en este mismo sitio, se detalla la percepción y curso de la estancia prolongada de la Casa 1 en Kukkus, pero conviene sumar mientras sea posible todos los recuerdos que aún emergen del olvido, como los episodios que Honorina y Ramón pusieron en conocimiento de Miguel Bas Fernández, trasladados aquí
Las ratas
Repentinamente, los depósitos de alimento en un pueblo medio deshabitado atrajeron una población desmedida de ratas. A Nikolay Panshin se le ocurrió premiar con dulces a los niños mayores que se encargasen de combatir a los roedores. En aquellos momentos aún había reservas de alimento y no acuciaba el hambre, pero las golosinas eran una verdadera excepción, con el chocolate reservado para las misiones militares o especiales. Panshin contaba con algunas onzas que fragmentaba en pequeños trozos, y con ellos recompensaba el mayor o menor número de ratas abatidas por los jóvenes exterminadores.
La avidez que generaba el chocolate en las estepas de Saratov, en medio de aquella penuria, estimuló las capturas, con algunos daños colaterales y la consabida especulación. Hubo intentos ciertamente expeditivos de sacar con queroseno a los roedores -a puro fuego- de su madriguera, pero una rata en llamas se escabulló entre la brigada y corrió despavorida hacia los establos. Allí entró en contacto con el heno y todo el granero ardió con ella.
El exterminio se reorganizó y Panshin exigió los cuerpos de los roedores como prueba de la eficacia. A cada lote de capturas, un pequeño trozo de chocolate. Lo que condujo a la especulación: un joven espabilado localizó el destino de los roedores entregados, que el director tiraba a un vertedero. Recuperándolos de allí, los acicalaba con un poco de grasa para que parecieran recién capturados y se presentaba de nuevo ante el director con el lote “reciclado” a por una nueva onza de chocolate. La necesidad y el ingenio gustan de acompañarse.
Los bolsos llenos de trigo
Otra de las anécdotas recordadas entre los niños de Pravda es la que guarda relación con bolsillos llenos de trigo.
Las autoridades de la aldea habían clausurado las despensas de grano para evitar el derroche en el consumo del alimento. Pero como los depósitos estaban un poco elevados del suelo para protegerlos de la humedad, por ese espacio se colaban los pequeños “salteadores”, hacían un agujero en la madera de los contenedores y por su propia presión obtenían un chorro de grano. Para optimizar el transporte, descosían el interior de los bolsillos y la parte inferior del gabán asumía un buen alijo de cereal.
El consumo de aquellas colectas por “impuesto de hambre” no era individual. De hecho, llegó a almacenarse en forma de puré, o de otros derivados, en calderos y recipientes que permanecían escondidos en alguna habitación. Los más necesitados acudían al grupo benefactor que decomisaba grano, patatas y demás a favor del hambriento, y se abastecía de las reservas.
Y así discurría la vida en Kukkus, más incierta y escasa a medida que las tropas alemanas incrementaban su presión sobre Stalingrado, pero sin llegar nunca a forzar a aquellos niños, reconvertidos en campesinos semilibres, a una nueva evacuación, como ocurrió con otras Casas.
Sí dejó Kukkus al cabo de un tiempo un grupo de jovencitos destinados a Saratov para continuar estudios superiores o profesionales. Algunos lo hacían en contra de su voluntad, pero Panshin reconoció posteriormente, en un encuentro con sus ex-alumnos, que quienes resultaron “expedidos” a estudiar a Saratov, lo habían sido por imperiosa necesidad: la Casa de Kukkus no tenía recursos suficientes para alimentarlos a todos.
El director se reunió en más de una ocasión con sus “niños” ya mayores al cabo de los años. De aquellos encuentros llegan hoy hasta nosotros estos valiosos testimonios que se reproducen aquí para su conocimiento y contraste. El objetivo es el mismo de otras ocasiones: recomponer, pieza a pieza, nuestra fragmentada historia.
Las pipas.
Todos los niños españoles de Rusia vinieron de allá con el gusto por las semechki (семечки). Nosotros, los hijos de los niños, aprendimos a llamarlas así antes de usar el “pipas” del castellano. Supongo que los inmensos campos de Rusia dejaron estampados en la memoria de los nuestros el nombre y la afición por las “semillitas”, y los alrededores de Kukkus estaban repletos de girasoles.
Los recursos disponibles en las tierras del koljós, unidos a la habilidad española para el aprovisionamiento, habían suplido algunas de las estrecheces alimenticias a lo largo de la estancia. Algo así como la materialización del lema: la tierra producía de acuerdo con sus capacidades y los españolitos recolectaban de acuerdo con sus necesidades.
A cierta edad, y después de que el pueblo ruso zanjara en Stalingrado el desmán nazi, cierta se extendió por la comarca libertad de movimiento. Ramón Fernández, apenas un jovencito, decidió ir por cuenta propia a Saratov a visitar a su hermana Honorina, que estudiaba allí. Y como en tiempos de precariedad también se puede ser generoso, realizó una cosecha repentina de pipas. La valija de tela y verde caqui parecía rellena con de las prendas propias de un viajero, pero en realidad iba atestada de pipas de girasol. Imaginad la cara de Honorina y sus amigas cuando vieron llegar al jovencito inesperado con la valija repleta de semechki…
Nada detenía a los chavales aquellos, educados en la eficacia soviética pero con reflejos ibéricos. Si había baile, como fue el caso de aquella noche, y los zapatos venían cargados de barro y viaje, los de las compañeras de su madre, de mayor edad e idéntica talla, sirvieron para no perderse la fiesta. A pequeños males, pequeños remedios.
Fin de carrera
Continuando con la suerte, la salud y el ingenio, Ramón pudo completar en su tiempo los estudios de ingeniería. Fue en Riazán, a doscientos kilómetros de Moscú. Y es en Moscú donde se cierra este pequeño relato de Kukkus, con Ramón -ya Ingeniero de Mecánica Agrícola- al término de su formación en la capital de la URSS, presentando su trabajo de fin de carrera en la VDNJ (recinto ferial de logros y productos de ingeniería) donde inesperadamente apareció Nikolay Panshin.
Panshin se sentó atrás, en una de las últimas filas, y permaneció atento a la exposición de su exalumno, Ramón Fernández, el espigador de girasoles.
Al término de la presentación, Ramón se ofreció a responder las preguntas de los asistentes, que discurrieron con naturalidad.
– ¿Alguna pregunta más?
Ante el silencio general, Ramón añadió:
– En la sala hay alguien para quien las tareas siempre son susceptibles de mejora, y resulta extraño que no tenga ninguna observación al respecto. Señor Nikolay Andréyevich, ¿no tiene usted ninguna pregunta que hacer?…
A Nikolay Andréyevich Panshin siempre lo recordaron sus alumnos por su exigencia y su dedicación.
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- Este texto ha sido redactado de acuerdo con la comunicación de Miguel Bas, a partir de los testimionios de Honorina y Ramón Fernández, «niños» de la Casa 1 («Pravda»).
- Más información sobre la Casa de Kukkus
- Los tres hermanos asturianos que vivieron la invasión nazi de la URSS, el estalinismo y la revolución cubana, de Pedro Palomo en el diario La Nueva España, 22 de febrero, 2021.
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