Dic 4, 2020

La yolka: ёлка

* Karin

ESPERANDO LA LLEGADA DEL “AÑO NUEVO”

Muchas cosas he vivido de niña que me hacían diferente a los demás. En mi casa teníamos costumbres distintas, se hablaba un idioma secreto que nadie entendía. En mi casa se comían las empanadillas en sopa y también una ensalada roja que sorprendía a todo el mundo. Se hablaba de un país que no le gustaba a casi nadie y había libros escritos con letras extrañas…. La casa en la que crecí era una casa muy distinta a la casa típica española de los años 70.
Nunca pensé que aquellas diferencias fueran malas, todo lo contrario. Me gustaba que mis compañeras y amigas del colegio vinieran a jugar a mi casa y se sorprendieran con todo aquello que nos hacía diferentes.Yo me llenaba de orgullo ante su sorpresa y envidia infantil.

(continúa)

En estas fechas, mis padres sacaban una caja de cartón blanco de no sé muy bien dónde y con mucha delicadeza comenzaban a desempaquetar delicados objetos de cristal que estaban envueltos entre capas de algodón. Objetos brillantes a cada cual más bello y llamativo. Con sumo cuidado se iban depositando en la mesa para ser primero admirados y luego con el mismo cuidado colocados en el “Abeto”. Ellos llamaban “juguetes” a aquellos objetos, algo que yo no comprendía mucho porque los adornos de cristal no estaban hechos para jugar. El árbol no era un árbol sin nombre, era un Abeto. Recuerdo que cada uno teníamos un “juguete preferido”. El mío era una abuelita que no se colgaba, se sujetaba a las ramas del árbol con una pinza. La abuelita estaba vestida con una falda azul y una camisa blanca con dibujos en rojo y sobre la cabeza llevaba un pañuelo. Hace muchos años que se rompió, pero yo sigo recordando la cara sonriente de la abuela entre las ramas del “Abeto”. Los “juguetes” de mi “Abeto” ( debían llamarse así, pensaba yo, porque eran muñecos y no bolas de colores) tenían muchos años y los habían traído mis padres desde muy lejos. Habían viajado en un barco desde Rusia, años atrás guardados en una caja de madera y envueltos entre algodón.

Cuando mis amigas venían a casa se quedaban sorprendidas con nuestros adornos navideños, eran muy diferentes a los de sus casas en las que sólo había Belenes como los del colegio. Por aquel entonces sólo en algunos escaparates de modernas tiendas de Madrid se veían árboles parecidos al de mi casa. Digo parecidos porque de aquellos árboles sólo colgaban sencillas bolas de colores y guirnaldas de brillante espumillón. El árbol de mi casa además de ser un “Abeto” y no un árbol cualquiera tenía a la abuelita, guirnaldas de cristal y muchas otras figuritas; un arlequín, ardillas, perritos, osos, también una niña vestida con un abrigo azul y una bufanda roja, unas bolas que llamábamos semáforos y otras a los que llamábamos pendientes y que tenían formas extrañas y ¡Hasta naves espaciales!. Había algunas bolas, pero sobre el color de fondo tenían dibujos pintados, cuando pasaba el dedo por los dibujos notaba la pintura en relieve. Una gran bola verde que brillaba en la oscuridad tenía un pez dorado dibujado y siempre se colocaba en las ramas bajas. Setas, limones, fresas… Uno de los “juguetes” era muy especial, era el favorito de mi padre, tenía siempre un lugar reservado año tras año, a la altura de sus ojos. Dejaba el hueco vacío hasta que aparecía desde los algodones aquel adorno redondo y achatado de brillante cristal plateado con la hoz y el martillo en rojo. Mientras lo colocaba siempre decía las mismas palabras. “Esto es el Escudo de la bandera de la Unión Soviética y por eso se pone aquí para que podamos verlo bien”. Muy cerca de él se ponía el zepellin con las letras CCCP que mis padres se empeñaban en leer SSSR. A su lado colocaban el paracaídas con una perrita que se llamaba Laika. Coronaba el Abeto una pica grande y plateada y justo debajo de ella una estrella roja. Esta estrella hay que colgarla aquí, en alto, para enseñar el camino al “Abuelito Marós” me decían.

¡Otra cosa diferente! Yo sabía muy bien quien era el “Abuelito Marós” pero hablaba poco de él a mis amigas. ¡Cómo iban a entender ellas que en mi casa los regalos no solo eran cosa de los Reyes Magos. Conocían por las películas al por entonces recién llegado desde el “extranjero” Papá Nöel, pero el “Abuelito Marós” era menos famoso. Nadie había oído hablar de él y yo tenía que dar demasiadas explicaciones de algo que tampoco comprendía muy bien. Sólo sabía que aquella historia era otra de las cosas que sólo pasaban en mi casa. El día de “Año Nuevo” llegaba a nuestra casa un abuelito desde los bosques nevados de Rusia montado en un trineo invisible tirado por 3 caballos para dejar los regalos bajo el árbol. “Mi abuelito Marós” era alto y delgado y vestía con un abrigo largo azul claro y blanco. Así aparecía en las postales que mi madre me enseñaba en un viejo albúm. El abrigo era del color de la nieve, el frío y el hielo. Nada de rojo y gordito y tampoco tenía un gorro que acababa en punta. Era más guapo y más viejo y sobre todo era más sabio que Papá Nöel porque él podía guiarse por la estrella roja de mi árbol y buscar lejos de Rusia a los niños que cantaban “Villancicos rusos” y por eso venía a visitarme a mí y no ellas. Ellas no tenían “Abeto”, ni tampoco “Estrella”, ni sabían cantar “Yolka, yolka, yolka”, que era una canción llena de palabras extrañas y casi imposible de aprender. El “Abuelito Marós” viajaba en su trineo acompañado de su nieta, una niña con una trenza rubia muy larga y un abrigo azul que se llamaba “Esnieguruchka”. Un nombre tan complicado de repetir para mí como la explicación que tenía que dar a mis amigas sobre la extraordinaria visita.

El colmo de la excentricidad familiar navideña llegaba cuando mis amigas y yo nos servíamos la merienda desde el Abeto. Eso era algo que además de sorprender les divertía mucho. Entre todos los “juguetes” mis padres se dedicaban a colgar en las ramas del árbol caramelos, chocolatinas y mandarinas.

Han pasado muchas navidades desde aquellos años y muchos de los viejos “juguetes” ya no existen y hoy no es nada extraordinario ver árboles de navidad en las casas españolas. Yo he vuelto a abrir la caja que está guardada en lo alto del armario donde duermen entre algodones los viejos juguetes que han sobrevivido a los avatares del tiempo y las mudanzas. Poco a poco, con mucho cuidado los he colgado en las diferentes ramas volviendo a hacer especial y mágico al “Abeto” de mi casa. Después de Navidad pondré los chocolatinas y las mandarinas para no comerlas antes de tiempo. Ya no son mis amigas las que comen las golosinas, ahora son mis hijas las que cogen los caramelos a escondidas antes del Año Nuevo y enseñan a sus pequeños a cantar Yolka,yolka,yolka para llamar al “Abuelito Marós” que guiado por la estrella roja y acompañado de su nietecita sigue viajando en “troika” hasta España para traer los regalos a los niños que cantan “villancicos rusos”.

 

*Karin  es colaboradora habitual de NR (один из наших).

 

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